Vivimos en un mundo dominado por la inmediatez. Hemingway decía: no hay nada más viejo que un periódico de ayer. Hoy podemos decir que cualquier noticia de más de una hora ya es vieja. La avidez por saber de forma inmediata nos lleva a no discriminar por análisis, si no por sensaciones.

Opinamos por sensaciones y elegimos por sensaciones. Y la fragmentación de la comunicación por intereses económicos nos ha llevado a que las marcas estén más ocupadas en saber utilizar las herramientas que en mantener la esencia de su discurso.

Los influencers (ese caballo de troya que se nos mete a diario en el ciberespacio en el que vendemos y compramos ahora) son los que van construyendo las marcas. Y las marcas se dejan y se adaptan, se van modelando a sus criterios. Porque igual que antes una empresa acometía el mercado desde la creencia de que su producto tenía unos determinados beneficios y así lo contaba, ahora vive en la esclavitud de intentar convencer sobre sus beneficios iniciales lo antes posible para después ir adaptando su mensaje en función de lo que los influencers de turno opinan de él.

Esta vorágine de ir detectando a diario el vaivén de las opiniones está llevando a un ritmo de readaptación permanente a las empresas y a las marcas que están acabando con su esencia. La comunicación se ha fragmentado de tal manera, que es difícil conjugar el mensaje de las redes, con la comunicación corporativa o con la comunicación interna. Y así las cosas, las empresas empiezan a detectar numerosas contradicciones en sus discursos corporativos y comerciales. Se diluyen los valores y se hacen transparentes.

¿Hay que adaptarse o hay que influir para transformar? ¿No somos nosotros los que configuramos el mundo? ¿Por qué nos adaptamos permanentemente?

Esencia de marca

La verdadera fuerza de una marca está en mantener su esencia. Lo estamos viendo últimamente con marcas como Coca Cola o Procter & Gamble que están volviendo a los orígenes después de intentar una aventura por la comunicación fragmentada en función del producto y el público al que se dirigía. Porque las empresas venden en muchos escenarios y sus resultados dependen de tal cantidad de variables que las ventas están impregnadas de mucho más que beneficio y precio. Necesitan mucha filosofía. Incluso, ideología.

Y esto no quiere decir que seamos rígidos, muy al contrario: cuando la esencia es potente y sólida, su influencia y adaptación es muchísimo mayor que cuando es voluble y oportunista. La metáfora que me gusta explicar a los clientes es que tenemos que tener una buena canción.

¡Y no hay que cambiarla porque es la mejor! Ni la melodía ni la letra. Tanto que si ha sido un hit parade (trending topic para seguir el argot) seguirá prevaleciendo en el tiempo con sus diferentes versiones. Si tenemos un buen tema, que emociona y tiene calidad, vamos a verlo interpretado en jazz, rap, rock, indi o cualquier otro ritmo. Pero seguirá siendo el tema que compusimos, en el que creímos y con el que hemos llegado a nuestros clientes.

A eso es lo que denominamos esencia de marca. Hay que crearla desde dentro, no en función de lo que nos dicen afuera. Y hay que mantenerla y cuidarla para que siga siendo la nuestra. Si no, sólo seremos un producto a demanda que pasará a ser un paisaje en el momento menos pensado y al que comprarán por su precio nada más. Con una esencia de marca, la comunicación no se fragmenta. Simplemente se expande. No hay cambios de discurso ni contradicciones. Sólo hay versiones diferentes.

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